Literatura de Ciencia Ficción

El Danubio está listo para su primera misión. ¿Estará su tripulación lista para ella?

domingo, 21 de julio de 2013

Seis: Mariana






Seis





Mariana






Mientras esperaba que desde el control de Descanso les dieran permiso para salir, Mariana terminó de revisar por última vez los sistemas de navegación, energía, timón y de motores. Le gustaba mucho la Lancha del Capitán, pues era un vehículo excelente. Gran capacidad de maniobra y unos motores tan nuevos que daban la posibilidad de ir de un kilómetro a setecientos kilómetros por hora en segundos, aumentar progresivamente hasta el máximo de mil ochocientos (según las especificaciones del fabricante), pero ella pensaba que daría más. si se forzaban las cosas y se hacía necesario llegar hasta ese punto, claro. En realidad lo que más le gustaba de la Lancha era la facilidad con que se podían hacer las maniobras.
Además todo estaba nuevo y olía a nuevo por todos lados.
De forma inconciente paseó dos dedos por el emblema de la nave que tenía en el uniforme, y se preguntó una vez más quién sería la persona que el capitán habría recordado al mirarla. No se trataba de un asunto de ego exacerbado ni mucho menos, pero ahí estaba la duda. ¿quién?
Giró un poco la vista hacia la parte de pasajeros de la lancha, notando que terminaban de acomodar sus traseros en los asientos en previsión de la caída libre, la que sentirían tan pronto se soltaran de la plataforma.
—¿Cómo vamos? —le preguntó a Bono, que al parecer estaba terminando de comprobar los dispositivos de señales y detección. Al tratarse de una nave nueva como aquella el asunto era medio redundante, pero las normas decían que debía hacerse.
—Si algo en esta consola falla, me comeré su insignia, PJ. Todo está del color más verde que he visto nunca en una nave como esta. El sistema es tan nuevo que casi no tuve que pedirle que hiciera la comprobación de rutina, en serio.
Mariana sonrió con ello, básicamente porque era cierto. Con ello recordó el cómo era que estaba ahí, recogiendo a los últimos que faltaban por abordar…, bueeeeno, faltaban los que se unirían a la tripulación en Clarke, pero en fin.
Estaba en su puesto cuando el Comandante Guzmán había salido de su oficina en el puente y le había dicho que por fin, el capitán iba a subir a bordo, de modo que tomara la Lancha y fuera a descanso a recogerlo junto con los que aún faltaban por abordar.
La Teniente MacAndrews, el cabo Altamira, la condestable Miranda, la alférez Van Hirst, el alférez Lian, el teniente Canin y los sargentos de artillería Gómez, Barja y Toledo.
Parecía que alguien había determinado de antemano quiénes se quedarían en descanso, porque la Lancha podía albergar diez pasajeros y contaba con dos asientos para piloto y señales, de modo que estaría completa al salir de la estación.
Llévese la lancha —había dicho Guzmán— y así veremos qué tal anda. Creo que está con sus etiquetas intactas, así que va siendo hora de sacarla de una buena vez.
El comandante le había dicho que se llevara al señalero Bonanova, al que todos llamaban Bono, y ambos habían bajado hasta la dársena de la Lancha. Pero antes de partir, cómo no,  se vieron obligados a (y no había otra forma de verlo) desempaquetarla: Quitar todas las fundas de plástico de los asientos, arrancar las tiras de protección de todas y cada una de las consolas, quitar los precintos de las taquillas, activar el generador de energía principal y llamar así como esperar a que un grupo de los negros se llevara el material que había protegido el interior de la nave, para que fuera reciclado. Con eso pensaba que estaba todo listo y por fin podría poner sus manos en el timón, pero no: Antes había que cargar la uñeta del programa de control, conectar la Lancha al sistema de comunicaciones de la nave y hacer el chequeo de todos y cada uno de los sistemas. Gracias a todo ello, y dos horas después de recibida la orden por parte de Guzmán, pudo por fin pedir que se abriera la compuerta exterior para sacar la Lancha de su dársena particular.
Por cosas de la ruta por la que habían entrado con la nave al L-5 debía rodear la nave para poder enfilar a Descanso, dado que la dársena estaba a babor, mientras que por la amura de estribor a más o menos treinta kilómetros estaba la estación. Destino al que no tenía mucha prisa por llegar, porque quería probar qué tal se llevaba ese timón. El problema era que en concreto la estación no estaba tan retirada como para tener mucho tiempo en tales asuntos, así que con la resignación pintada en la cara hizo subir la Lancha por el costado; pero se dio un pequeño gusto. Cuando había estado en el astillero sola los primeros días, había paseado por fuera del casco de proa a popa. Gracias a ello sabía exactamente dónde estaba casi todo en el Danubio, por lo que haciendo un pequeño desvío en el asenso para rodear la enorme estructura, pasó por sobre la cúpula superior del puente. Levantando la vista, había logrado ver gracias a la ventana curva de la Lancha la forma del serviola que estaba en la parte más alta y creyó ver que le hacía un gesto con la mano. Naturalmente, algo como eso significó que unos pocos segundos después recibiera una llamada del Comandante.
—Teniente, si va a alterar cada curso que se le dé en el futuro, le recomendaré al capitán que reclasifique al timonel y los demás pilotos.
Lo siento, señor —fue su respuesta inmediata—, pero es que estoy comprobando la maniobrabilidad de la Lancha del Capitán. —Claro que había notado que el comandante no estaba realmente enojado, pero la reprimenda se la merecía de todos modos. La llamada era solo de audio: Sabía que si la cosa hubiese sido más grave, la cara del teniente Guzmán se habría visto en todo su esplendor por sobre la consola.
Le había gustado trabajar con el teniente Guzmán durante esas casi dos semanas. Se notaba que era un oficial experimentado y sabía dar las órdenes correctas, aunque algunas veces no gustaran a todo el mundo, como lo de tener en el puente a dos miembros del cuartel médico como parte integrante de la dotación del mando del navío. Almeida había protestado declarando que era algo innecesario, que las distintas formas y rutas de llegar al puente lo hacían redundante. Pero Guzmán, cómo no, se había plantado frente al Buen doctor con la autoridad que le daban los galones de sus hombros y los diez centímetros de más que le sacaba a Almeida. Con un argumento que nadie se esperaba, le había explicado que durante maniobras, ejercicios y batallas o escaramuzas en el espacio se producían muchas veces desplazamientos de objetos o personas que causaban accidentes que requerían atención en muchos casos inmediata.
Desde luego el Buen doctor había dicho algunas cosas más, pero finalmente admitió que sonaba razonable, de modo que dos de los asientos que normalmente quedarían reservados a los invitados del capitán o los oficiales, quedaron destinados a dos miembros del personal médico. Los que según la rotación de las guardias cambiaría, siendo ocupados por alguna pareja de los Medis del navío.
Por otro lado, la taquilla que estaba junto a ese lugar, quedó destinada para una serie de suministros y equipos de emergencia para casos de accidente, “Por si acaso”, como había dicho el primer ocupante de la butaca médica del puente.
Una hora más tarde (y ella había sospechado que Almeida se había demorado a conciencia) la doctora Dillon había entrado en el puente con un servidor personal, junto al enfermero Miguel Quinteros, y  cargando con la caja que traía los suministros para la taquilla.
Era una mujer bajita de pelo rojizo oscuro y unos hermosos ojos verdes que sonreían en todo momento. De buena figura (como todo mundo en la flota) y de constitución robusta, era notablemente simpática en el trato con todo el mundo y Mariana había notado que ella y el primer oficial se conocían de antes. No habían dicho nada ni habían mostrado nada que así lo demostrara y por lo demás el comandante llevaba más de tres días a bordo. Era de suponer pues que se habían visto en más de una oportunidad, pero algo en la forma en que la doctora miraba al comandante y la amistad que se veía en la mirada de él le decían eso a Mariana, que justamente se conocían de antes de esa asignación.
Quinteros, tremendamente atractivo y con el gesto de ser de sonrisa fácil, había seguido a la doctora y con modos finos así como amables, se había sentado junto a Dillon. En apariencia, encantado de ser el primer enfermero en ocupar dicho puesto.
Luego de eso el comandante había realizado una serie de cambios en un montón de áreas de la nave. todas sensatas y bien orientadas de una forma tan lógica, pero al mismo tiempo de una naturaleza tal, que a Mariana nunca se le habrían ocurrido, pero una vez que El teniente Guzmán las había implementado, parecía que era la forma correcta de hacerlo todo en un navío estelar.
—Es la diferencia que se ve en quienes han pasado por la escuela de mando —le había dicho la Jefa cuando le había comentado ese asunto. y sospechaba que cuando el capitán se hiciera cargo del Danubio, estaría bastante satisfecho. O tal vez no, pues era tanto o más veterano que Guzmán y ya había capitaneado una nave de patrulla por un buen tiempo.
En el momento que pedía disculpas por haber pasado a pocos metros de la cúpula, ya se veía en todo su tamaño la estación Descanso. Haciendo un par de piruetas, Para ver qué tal…, se había aproximado al anillo central reduciendo cada vez más la velocidad de aproximación a la espera que le indicaran a cuál de las plataformas de aterrizaje dirigirse en la maniobra final.
Descanso era, en opinión de Mariana, un monstruo del espacio: Un enorme cilindro de más de diez kilómetros de largo y algo así como cien metros de ancho, tenía a distancias iguales tres anillos de un kilómetro de grosor. Con ocho radios que partían del eje, de un largo de tres kilómetros hasta la parte externa de cada anillo, formaban los soportes de las descomunales ruedas de carreta que eran los anillos de la estación. Anillos que giraban a la velocidad necesaria para darle a la parte más externa una gravedad del setenta por ciento de la terrestre. El anillo central, que giraba en la dirección contraria de los dos exteriores y que albergaba la parte militar de la estación, era con mucho el con más plataformas de aterrizaje. Después de todo el intercambio de personal militar era algo permanente…, más aún ahora con el Danubio.
En la parte final del eje que quedaba más cerca de la Tierra, un enjambre de naves civiles y militares estaban amarradas a las más de treinta dársenas de amarre que las conectaban mediante tubos flexibles para carga y pasajeros.
Amarrar ahí era simple, pues como el eje no rotaba, el asunto era llegar y, con mucho cuidado, afinar la puntería lo mejor posible para colocarse en una de las hileras y acercar la nave a la plataforma en que las bocas de los tubos esperaban la conexión. Por el contrario, aterrizar en los anillos era sumamente complicado. Pero claro, ella era una experta…, modestia a parte, por supuesto.
De modo que cuando el control de Descanso le dijo que se abriría la plataforma catorce, Mariana había puesto la Lancha junto a dicha entrada y había igualado la velocidad con la de la rotación del anillo. La cosa era mantenerse en paralelo y desplazarse lateralmente hacia el interior y cambiar en el momento justo y de modo paulatino de los impulsores laterales a los verticales cuando se extendiera la plataforma, activar los electroimanes para afianzarse en ella y una vez afirmada, apagar rápidamente todos los motores. De esa forma, tan pronto como se hiciera el contacto, la plataforma se retiraría del exterior y permitiría dejar su carga dentro de la estación.
Lo había hecho un montón de veces, pero no pudo evitar sentir un orgullo enorme cuando comprobó que la había puesto en el centro exacto de la plataforma. Luego vino el peso aplastante de la gravedad repentina y el tirón hacia atrás de la velocidad de la rotación. Pero cuando la plataforma estuvo por fin dentro y la compuerta se cerró, las fuerzas naturales del cuerpo como el oído medio y la musculatura hicieron lo suyo  y se fue sintiendo menos torpe con cada segundo que pasaba.
Bono, con el gesto de estar pasando por lo mismo que ella, informó del acoplamiento completado, y el mando de Descanso inició el cierre de la compuerta y posteriormente la presurización, hasta que por fin todo se puso de un hermoso color verde. Las luces giratorias del interior se apagaron y una alarma de dos segundos sonó por todo el lugar, dando por finalizada la maniobra de entrada. Además al escuchar el sonido, quedó claro que tanto la Lancha como el lugar al que se había fijado compartían el aire, lo que quedó más que claro pues el olor de la estación era manifiestamente más envejecido que el suministrado por la nave que había piloteado, puro y nuevecito.
Se desamarró del asiento y se puso de pie al mismo tiempo que Bono y notó lo torpe que aún estaba, pues llevaba un montón de semanas viviendo en la ausencia total de gravedad desde que la habían sacado de la luna para ir a la nave. Por ello con dedos algo torpes se palpó la cola de caballo que bajaba desde la parte baja de la nuca hasta un poco más debajo de los hombros y comprobó que no habían pelos o mechones sueltos, así que fue hasta la escotilla de babor y una vez abierta, bajó la rampa, y por primera vez en mucho tiempo no tuvo que realizar los movimientos que la harían flotar hasta su destino. Desde luego no había superficie de fricción ni agarraderas o pasamanos móviles, así que se sintió algo más torpe que sus dedos al pensar que debía caminar por la superficie metálica sin apoyos o sujeciones. Por un momento no supo qué hacer con las manos y pensó que se caería, pero tan pronto comenzó a caminar, la cosa fue mejorando de a poco.
En una de las puertas interiores vio que había tres personas de uniforme oficial que estaban junto a los clásicos equipajes robotizados militares.
Un hombre y dos mujeres que la miraban. Tan pronto como estuvo a un par de metros de ellos, le hicieron el saludo al que respondió de forma automática. Los tres eran sargentos de artillería y tenían un aire serio y correcto, aún cuando la mujer más alta y delgada de piel del color del café tenía una sonrisa algo especial. Fue ella quien hizo las presentaciones ya que al parecer era la suboficial de mayor antigüedad. Se llamaba Casandra Toledo y los otros eran Ricardo Gómez y Jemima Barja, todos sargentos de artillería asignados al Danubio y en el caso de Barja, la primera vez que salía del planeta.
Mariana se había presentado así como a Bonanova y les había preguntado por el resto. No tenía ninguna intención de pasar por la puerta, pues no había llevado sus charreteras y llevaba el uniforme de la nave, lo que significaba una falta al protocolo si entraba de esa forma en la estación. Además había supuesto que atracarían y todos estarían listos para irse de inmediato.
—Altamira, Lian y Canin vienen de camino —le dijo Toledo—, pero los otros cuatro están al otro lado del anillo haciendo algo con la Jefatura y ni idea cuánto rato más demorarán.
—Bien —le dijo Mariana—, si lo prefieren pueden subir a bordo hasta que los demás lleguen. Los equipajes en la parte de carga, por favor.
Bono había abierto la sección de carga y de los tres, Gómez fue el único que quiso subir, pero a petición de Toledo se llevó las Roboletas para dejarlos al interior de la Lancha. Se fijó en que Bono escaneaba los equipajes y le hacía el chequeo a Gómez, lo que significaba que no había olvidado las instrucciones de Guzmán, de modo que se las había explicado a las otras dos.
—Como llegaremos a la nave junto con el capitán, en ese momento se hará la ceremonia de rigor. Por ello es que el chequeo de seguridad se debe hacer ahora y tan pronto como lleguen todos, el alférez enviará los archivos a la nave.
En ese momento Bono se acercó con la consola de seguridad y ambas le entregaron la tarjeta y pasaron por el escáner de retina, luego del cual Toledo había preguntado si en ese momento podrían tener el emblema, señalando al pecho izquierdo de Mariana.
En todos los uniformes de la nave, sobre la parte izquierda, había un óvalo de color oro en que se veía una estilizada letra D de color celeste que era atravesada por una corriente de agua azul claro. Con ello se simbolizaba al río de Europa que le daba el nombre al navío, del que todos estaban tan orgullosos.
—Lo tendrán que comprar en la tienda de la nave —les había dicho Mariana sonriendo, pues Brawnie (como llamaban todos al encargado de la tienda) los había llevado a bordo autorizado por la Flota y los estaba vendiendo a todo el mundo a puñados. Ella misma había comprado el que por obligación debía llevar, pero estaba tan orgullosa de pertenecer a la dotación, que había comprado otros dos para llevar siempre el emblema en el uniforme.
Gómez se había perdido ya al interior de la Lancha y los cuatro iniciaron una agradable conversación en la que las artilleras les preguntaron por el navío. Tanto Mariana como Bono habían hablado bastante de lo espaciosa que era, los sistemas nuevos que se estaban usando por primera vez en la Armada, lo cómodo de algunos de ellos (como el de comunicación interna que era francamente magnífico) y lo atareados que habían estado.
—Eso no es nada —había dicho Toledo—, aquí hemos tenido una enorme cantidad de trabajo y por suerte para el capitán, Altamira volvió de la Tierra junto con MacAndrews y Miranda para ayudarnos. Personalmente he estado bajo el mando de tres capitanes, pero puedo decir que el nuestro, por lo menos en apariencia y por lo que he visto en estas semanas, es un gran tipo.
Barja se había dedicado a asentir a lo que la otra mujer decía; Mariana estaba medio convencida de que era muda o tremendamente tímida, pero en ese momento dijo que si no hubiese sido por la alférez Van Hirst y el teniente Canin, todos habrían caído rendidos mucho antes. Barja, que era bastante atractiva y tenía una voz preciosa se había ruborizado casi hasta la raíz del pelo y no dijo mucho más, de modo que lo de que era tímida fue lo que al parecer había determinado que hablara tan poco.
Un minuto después la puerta se abrió y tres personas entraron a la plataforma, seguidos por seis Roboletas, de las cuales tres eran más grandes de lo normal. El suboficial era el Cabo Alfredo Altamira, y los otros dos eran miembros del equipo de señales. El alférez Kim Lian y el jefe de los señaleros de la nave, el teniente Stephen Canin.
Era realmente una buena cosa ver a su antiguo compañero de la academia, con un rostro (negro como la noche) que no había cambiado en nada desde los días de Viña del Mar. No es que hubiesen sido los mejores amigos en aquellos años, pero Mariana debía reconocer que había sentido bastante alegría al ver que Stephen estaría con ella en esa nave.
Todos se habían presentado con bastante cortesía a Mariana y a Bono, y se habían sometido de inmediato al chequeo de seguridad. Altamira había ido rápidamente a la parte trasera seguido por todas las Roboletas a petición de los demás, con lo que Mariana se había fijado en el suboficial:
Tal vez unos pocos años mayor que ella y con cierto atractivo, destacaba por ser hijo de una de esas familias de rancio abolengo de la Confederación. En apariencia algo estirado o formal; sin embargo tenía para ella un aire amable que destacaba por sus ojos, que parecían francos.
Y entonces se fijó realmente en la cantidad de equipaje con la que cargaba rumbo a la lancha. Le habían explicado a Mariana que los más grandes eran los efectos personales del capitán y los otros eran los de cada uno de ellos. Recordaba que el equipaje del primer oficial era más grande de lo normal, pero se preguntaba por qué tantos efectos personales podía tener un capitán, ya que en sus asignaciones anteriores nunca se había fijado en cuántos bultos cargaban los oficiales al mando de los puestos en que había servido.
Kim era, como le habían contado sus compañeros de la Academia y que estaban ya en la nave, serio y formal hasta el paroxismo. No muy alto, de rasgos orientales marcados y pelo negro como un pozo, no había dicho mucho fuera de presentarse. Según su hoja de servicio bastante bueno en señales, pero a Mariana no le cayó bien al tenerlo tan cerca. Imposible decir bien el por qué, pero ahí estaba: no tenían por qué caerte bien todos tus compañeros, pero era una lástima que alguien te cayera mal a la primera. En fin, nada que hacer por ahí.
Altamira al regresar con ellos les había contado que el capitán y quienes estaban con él llegarían luego, porque la jefatura estaba discutiendo con él sobre recursos tácticos, de modo que la teniente MacAndrews y la condestable estaban dando la cara por las necesidades de la nave. La Alférez Van Hirst, con todos sus encantos (y era el término que Altamira había usado)  intentaba por todos los medios posibles detener la carga del último módulo que faltaba para incluir en él los suministros que estaban intentando conseguir.
—La burocracia de la Armada ha resultado decepcionante en el armado de la nave —fue su comentario final a todo esto.
Luego de algo así como veinte minutos, en que hablaron desde luego sobre el Danubio, llegaron el capitán, la condestable y la oficial táctico junto a sus equipajes, que pasaron el escaneo y más tarde a Miranda y a MacAndrews se les hizo el chequeo de seguridad. Al capitán, como ya sabían casi todos a bordo de la nave, se le había realizado un completo chequeo en Río al momento de recibir su nombramiento.
Mariana y Bono se habían puesto firme frente a los oficiales y en especial al capitán, que tenía una mirada de expectación muy similar a la que ella había visto reflejada en el espejo, mientras esperaba que la fueran a buscar para poder subir al astillero hacía ya casi tres meses.
Todos los que habían llegado, incluyendo al capitán, vestían el uniforme oficial del servicio de color azul, camisa blanca y corbata azul marino, pero MacAndrews y el capitán Patrick llevaban bajo el brazo la gorra del mando, y como en la mano izquierda el capitán llevaba un maletín de aluminio, para saludar había puesto dicha gorra bajo el otro brazo y mediante un saludo bastante mecánico había cumplido con la formalidad y devuelto la gorra a su anterior posición. Con la orden de “¡descansen!”, pronunciada por MacAndrews en tono bajo pero firme, todos se habían relajado y Mariana pudo ver que el capitán miraba con ojo crítico la Lancha.
Era de unos treinta y cinco o treinta y siete años, (no podía recordar lo que decía la ficha que había leído); de más o menos un metro y ochenta y algo centímetros. De constitución fuerte y gesto firme, de rostro cuadrado, mandíbula y barbilla fuerte y unos agradables ojos grises que flanqueaban una nariz recta. En conjunto, en opinión de Mariana, Nelson Patrick era atractivo más que bien parecido, porque su rostro no era bello bajo ningún aspecto, pero sus gestos y el conjunto de todas sus partes generaban un atractivo sexy que le hizo sentir cierto calor en la parte baja de su estómago.
Tal vez era por la mirada de esos ojos, o por el aire de autoridad que irradiaba de todo su ser; pero realmente para alguien como Mariana, que había disfrutado de la pasión y la entrega, que además tenía una buena cantidad de amor en su pasado, la imagen de ese hombre y lo sensual de su porte le hicieron sentir algo que desde Daniel no había experimentado. Atracción, de la clase más primitiva y animal, por lo que se encontró preguntando si le pasaría sólo a ella, a unas pocas o a muchas mujeres lo mismo con ese hombre.
Luego de un momento él la había mirado de frente, y haciendo un gesto con la gorra a la Lancha, le había preguntado qué tal andaba.
Mariana le había dicho que era una embarcación excelente, de gran capacidad de maniobra y de timón suave.
Él se había acercado al vehículo y comenzado a caminar a su alrededor con aire crítico, pero al mismo tiempo satisfecho y en ese momento una voz a su lado, que reconoció muy bien, le dijo:
—Es impactante ¿No lo cree, teniente?
Había hablado casi todos los días con la Teniente MacAndrews por lo menos tres a cuatro veces por turno, pero su voz, grave y alegre al mismo tiempo resultaba mejor en persona. La condestable estaba por detrás de la Teniente MacAndrews y junto con ella se encontraban solas, pues el resto estaba organizado en grupos que charlaban y admiraban la Lancha, pero sin interrumpir el paseo que hacía el capitán. Cuando Mariana miró a la teniente, se fijó en que miraba a Patrick, de modo que fijando la vista en su comandante mintió:
—No sé a qué se refiere, señor —aunque lo entendía perfectamente.
—Oh vamos, teniente González —dijo acto seguido MacAndrews—. El capitán debe ser uno de los sujetos más atractivos que hay hoy por hoy en la Armada. Lo conozco desde la academia y puedo asegurarle que es como el buen vino. Hablé con él todos los días y a cada rato por consola hasta que llegó Alfredo a Río, pero hace seis días, cuando por fin pudimos subir hasta aquí y lo vi esperándome en la escotilla del tuvo flexible, lo pude ver en todo su, llamémoslo esplendor.
Al mismo tiempo se miraron y con su gorra bajo el brazo izquierdo, extendió la mano derecha diciendo:
—Es un placer conocerla en persona por fin, Mariana.
—Lo mismo digo, señor —respondió estrechando la mano que le había ofrecido.
—Oh, cuando no estemos en servicio o similar llámeme Mabel, por favor.
—No creo poder, señor. Por lo menos al principio no creo poder.
Tómese su tiempo con calma, mariana —respondió ella sonriendo. Descubrió que después de todo, la teniente le agradaba bastante. Y aunque le costara, pues la formación era algo tremendo, la terminaría llamando por su nombre de pila, le tomara el tiempo que le tomara.
—A mí llámeme Alicia, PJ.
Era la condestable, con su cabello y ojos negros, de una atractiva figura y un aire de melancolía o amargura en el gesto.
—Es un placer, Condestable…, eh…, Alicia. Llámeme Mariana o PJ, lo que le sea más fácil.
—Gracias, Mariana —respondió la mujer, que por primera vez que viera, sonrió de forma auténtica—. El capitán también es un viejo amigo mío, así que le puedo decir que como dice Mabel, realmente es un digno espécimen del sexo masculino…, que ha mejorado bastante desde la época de la Academia.
Justo en ese momento, desde el ascensor que estaba en un rincón de la plataforma, salió una joven mujer que sonreía abiertamente seguida por su roboleta y cargando con un par de tablillas en su antebrazo derecho. Había mirado por todo el lugar y al ver al capitán, que aparecía por el lado de estribor de la Lancha junto a la rampa de la parte posterior de la misma, se había dirigido hacia él y al verla, él, dando grandes zancadas había ido a su encuentro.
—¿La Alférez Van Hirst? —preguntó Mariana.
—En efecto —respondió MacAndrews—, y al parecer trae buenas noticias. Esa sonrisa es inconfundible y cuando en estos días la ha mostrado, a varios nos ha dado alegría.
—Bueno —dijo Mariana—, es que me parece que es lo bastante atractiva para que más de algún oficial burócrata le conceda algo si ella lo pide de manera adecuada.
—¡Ya lo creo! —dijo MacAndrews con una risa que era tan contagiosa que Mariana no pudo hacer otra cosa que echarse a reír—. Desde que el capitán le fue asignando ciertas tareas, quedó claro que lograríamos doblar la mano de ciertos señoritos estirados de la jefatura de suministros —concluyó largando otra risa franca, mientras el capitán y la alférez caminaban hacia ellos.
Mariana trató de borrar un tanto la expresión divertida del rostro, pero sospechaba que no lo había logrado mucho, pues el capitán al verla de frente elevó la comisura de su boca. Junto a ello, cierto brillo en sus ojos apareció al dirigir la vista a MacAndrews y a Miranda, la que también se había contagiado con la risotada de la comandante.
—Teniente González —le dijo el capitán—, le presento a la alférez Érika Van Hirst. Alférez, la PJ del Danubio.
Luego del saludo de rigor, la apariencia de la joven alférez se destacó ante los ojos de Mariana. Fuera de su figura juvenil, que realmente era llamativa, su melena de color rojo en combinación con unos hermosos ojos grises, la convertían en alguien a quien no se podía pasar por alto. Su pelo relucía y parecía encendido, como si brillara con luz propia. Tenía un aire de inocencia que desde luego engañaba, pues al mismo tiempo se le notaba una mirada pícara muy similar a la del Buen doctor Almeida. Lo que a ojos de Mariana la hacía destacar realmente mucho, es que era conciente del efecto que causaba en los hombres y si bien era cierto que no hacía mucho por provocarlo, no hacía nada en absoluto por ocultarlo. ¡qué distinta era de la Jefa Milovsky! A quien no le causaban efecto alguno las miradas y que parecía intentar ocultar su enorme belleza.
Se fijó en que el capitán la miraba y pensó que tal vez deberían subir a bordo para partir, pero cuando iba a decir algo, él se le adelantó:
—Disculpe, teniente. Es que tiene un aire que me recuerda a alguien que conocí hace tiempo, pero me doy cuenta que es el color del pelo. No tiene importancia, no se preocupe.
Vio que Miranda y MacAndrews intercambiaban una rápida mirada al escuchar eso último. Había sido tan breve que creyó haberlo imaginado, pero lo almacenó en su memoria para analizarlo más adelante. Por otro lado, Mariana quería preguntar a quién le recordaba, pero el capitán se dirigió a MacAndrews diciendo:
—Bueno, gracias a la alférez lograremos embarcar todo en el módulo y en teoría en dos días más se acoplará por fin.
—Bien hecho, alférez —dijo la teniente MacAndrews.
Gracias, señor. —Tenía una voz delicada y muy agradable, por lo que al pensar en el conjunto se preguntó quién sería el encargado de activar y enseñarle el uso del sistema de comunicación interno de la nave.
Bono llegó junto a ellos y le pidió a Van Hirst que pasara por el chequeo, lo que hizo de buena gana. Le pidió que llevara la roboleta a la parte de atrás de la Lancha para el escaneo, con lo que, y dando un cabeceo en que solicitaba permiso para retirarse dirigido al capitán, se fue siguiendo a Bono hasta donde estaban la mayoría de los que esperaban. Sin embargo Mariana casi no había prestado atención a la partida de la alférez: Al mirar hacia el capitán se dio cuenta que los ojos de ella y de él eran exactamente iguales. Sumó dos más dos y como el resultado no dio cuatro, notó cómo se le formaba una expresión extraña en la cara justo cuando miraba directamente a los ojos del capitán; Comprobando que lo que había visto en los de la alférez, se repetía por igual en los de él. Intentó por todos los medios adoptar una postura facial que fuera algo neutra, pero el capitán, asintiendo con la cabeza de forma aprobatoria y al mismo tiempo precavida le dijo:
—Veo que tiene una notable capacidad de observación, teniente. Le pido que no le diga a nadie la relación que ha hecho, pues me parece que en toda la nave deben haber pocas personas que saben que es mi sobrina. Mabel —dijo al tiempo que posaba la mano izquierda en el hombro de MacAndrews, el comandante Guzmán, la Condestable, la doctora Dillon y supongo que el doctor Almeida, a parte de uno que otro por ahí. No quiero, y le repito que no quiero que se piense que podría haber trato de favor hacia ella por parentesco.
Lo había dicho con un tono tan rotundo y de un modo tan directo, que a Mariana le dieron ganas de ponerse firme y cuadrarse con su mejor estilo.
—Sí, señor. O sea no, señor. Es decir…, yo…, si, o bien no, eeeeh.
No hubo caso, no sabía cómo decir que había entendido todo lo que se le había ordenado o mejor dicho se le había impuesto. Su sofoco aumentó cuando vio que MacAndrews se tapaba la boca con las dos manos y sus hombros se agitaban cada vez más violentos con la risa que hacía todo lo posible por contener, mientras a miranda le brillaban los ojos. Sintió el rubor subir por su cuello en dirección ascendente y cuando notó que le cubría las mejillas, agachó la cabeza y justo cuando lo hacía, vio algo extraordinario: La cara del capitán, severa y austera, sin mayor atractivo mirada en solitario respecto al resto de su persona, se transformó por completo cuando una amplia sonrisa de blancos dientes apareció. Pero cuando esa misma sonrisa se reflejó en sus ojos del color del amanecer, Mariana creyó ver en ello a una persona de un rostro que más que austero, era el de una persona que se había visto forzada a ser así.
—Cuando esté lista, PJ, partiremos rumbo a la nave —escuchó que le decía el capitán—. Y gracias. Yo sí entendí lo que me quiso decir.
Al levantar la vista, vio que la expresión normal había reaparecido al girarse para dejarlas ahí. MacAndrews por su parte se había soltado el pelo y con ambas manos se arreglaba la cola de caballo al tiempo que un bonito broche con el emblema de la armada esperaba en la mano de la condestable. Mariana hizo lo mismo con el suyo y mientras veía que el capitán se reunía con los demás, se atrevió a preguntar:
—¿Lo conocen hace años?
—Sí. estuvimos juntos en la academia y aún cuando nunca volvimos a ser los amigos que fuimos entonces, he tenido contacto regular con él todos estos años. Y es que él ha llevado su carrera por el espacio mucho más que bastantes de nosotros. No creo que se pueda totalizar más de un año en que haya estado en la tierra después que le dieran su primer mando. Qué demonios, creo que no llegan ni a seis meses.
—Yo me lo encontré por aquí y por allá de vez en cuando; pero como dice Mabel, es todo un lobo del espacio, nuestro querido Tommy…, es decir Nelson. —Al rectificar el modo en que se había referido al capitán, Miranda le dio a entender que la vieja amistad que tenían con el gran hombre había quedado atrás, al parecer muy atrás.
Momentos después, Mariana se había dedicado a la tarea de revisar el exterior de la Lancha con gran atención, revisando los patines y los impulsores. Cuando estaba llegando a la parte trasera escuchó que el capitán ordenaba que se organizaran de mejor forma los equipajes dejando un pasillo central desocupado, de modo que Barja y Toledo (al parecer Gómez se había quedado profundamente dormido) estaban en ello cuando ella llegaba a ese sector. Se dio cuenta que sólo el capitán y MacAndrews estaban ahí, al tiempo que Miranda esperaba en lo alto de la plataforma. Después de todo era la condestable, superior de todos los artilleros del navío…, bueno, en ese momento no estaban en labor de artillería… en fin.
—Todo revisado, señor —le dijo a Patrick. Él y la teniente subieron por la plataforma de carga y Mariana, tras asegurarse que quedaba correctamente cerrada, subió por la escotilla de babor, selló todo el hábitat de la Lancha y ordenó a la computadora que iniciara la presurización propia del navío.
Se había ido a la parte delantera en la que Bono estaba hablando con el control de la estación. Al pasar por la zona de pasajeros, vio que todo el mundo charlaba y pudo ver justo cuando Toledo le daba un codazo a Gómez para que se despertara, con lo que varios se rieron bastante.
Se dio cuenta mientras se amarraba al asiento que se sentía algo envidiosa, pues parecía que en el grupo se había generado una camaradería bastante agradable. Y tras revisar todos los sistemas mientras esperaba que el control de la estación les diera permiso para salir, quiso con todo su corazón formar parte de esa camaradería.
Bien, era hora de saber si aquellos a los que había ido a buscar, conjuntamente con los que estaban ya en la nave, podrían formar un grupo decente de marineros. No sabía muy bien el por qué, pero tenía la idea de que aquellos que estaban con ella en el Danubio, fuese desde hacía poco o mucho, podrían llegar a ser una buena dotación. había estado en naves de variados tamaños con anterioridad, pero no recordaba una sensación como aquella. Y francamente esperaba no equivocarse.
Si no resultaban ser los marineros que la propia Mariana esperaba, sin lugar a dudas sería una decepción. Si realmente lo eran, le permitiría decir con orgullo que era la mejor asignación de su carrera. Y es que en realidad estaba harta de oficiales y comandantes decepcionantes. Al menos Toledo había dicho que Patrick era un buen tipo, lo que esperaba confirmar pronto.
¿A quién le habría recordado?
Una vez todo listo, y al tiempo que Bono le decía que control había dicho veinte minutos, se giró en el asiento y los vio ahí a todos sentados.
MacAndrews, Miranda, Kim y Van Hirst hablaban tranquilamente y con cierta expectación por el arribo a la nave. En realidad Kim no hablaba, pero parecía contentarse con escuchar. Stephen, Altamira y Barja hacían otro tanto, pero eran más sonrientes y Toledo y Gómez  parecían discutir amistosamente sobre algo que Mariana no pudo entender.
Vio que el capitán estaba sentado y ya amarrado al asiento en la parte más alejada de la cabina, junto a su escritorio y con el rostro iluminado por la tablilla que consultaba con total concentración.
¿A quién le habría recordado hacía unos momentos? Vah, daba igual. aunque el hecho de habérselo preguntado por tercera vez le preocupó un poquito.
—Veinte minutos, señor —dijo en voz alta para todos, pero en especial para el capitán.
—Gracias, teniente. Por favor prosiga según su criterio y experiencia.


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